Dennis llegaba a mi consultorio con quince minutos de retraso. Ahora estaba portándose bien el chico, un año atrás, de manera compulsiva, había comenzado las delaciones como un reloj suizo, los retrasos exactos comenzaron de 5, para tornarse a 10, a 15, a 20... Hasta llegar, irremediablemente, a los 45 minutos, cuando su sesión concluía y yo tenía que atender al viejo Gómez. Fue cuando no volvió jamás a terapia, porque indudablemente ese reloj que dictaba sus retrasos, no tenía más minutos para derrochar. Seguramente ahora, ese estúpido reloj había vuelto a tener cuerda, y por eso, con sus ojos cansados e inyectados en sangre, venía a mí, se acomodaba en el diván, y comenzaba a narrarme esas disparatadas historias de cuando fue reclutado por unos chicos que mantenían un prostíbulo al que llamaban el Circo de Judas...
No tenía duda de que se burlaba de mí, solamente de mí, no de mi torpeza y mi amargado sentido del humor. Comprometía sus historias eróticas con un juicio delirante, como si exagerarlas me desarmasen de celos. Lo cierto, es que entre más las adornaba, más quería seguir escuchándolo. Yo cerraba los ojos, y escuchaba su voz promiscua e inestable, y me sumía tanto en aquellas historias, que ni los tonos más bajos que salían de su boca cuando había que revelarme detalles incómodos podían hacerme temblar de rabia, ni incluso los estridentes cuando tenía que presumirme ser el culo más importante de todo el Circo. Yo, sencillamente terminaba inmiscuyendome en el encanto que significaba para mí el tenerlo de nuevo en ese diván, desposeído tras su temporada de libertinaje, y sabía, que era mío, y de nadie más, tan sólo esos cuarenta minutos de terapia, cuando el no dejaba de hablar, y cuando yo, al abrir de nuevo los ojos lo contemplaba en su complejidad de hombre perdido. Y quería poseerlo, doblegarlo como hacía un año, cuando Dennis se tumbaba en el diván y me dejaba acariciarlo bajo la resolana de la tarde, cuando él no tenía mucho que decir, razón por la cual aprovechábamos el tiempo haciéndolo sin ropa alguna en el centro del consultorio... Aquellos días había aprendido a adorar sus silencios para preceder al sexo. Pero ahora, con todo, podía conformarme con escucharlo y remitirme a no hacer absolutamente nada, que no fuera cerrar los ojos e imaginarlo desnudo, sin nada más que su absoluta necesidad de ser mío.
eL CIRCO, nunca he ido al circo.
ResponderEliminar