jueves, 17 de septiembre de 2009

Putas en serie

Foto: I fall when you scream bang, by cocobebe

Ema:

Labio granate en filigrana dulzona
con sudor y mordiscos colapsados.
Pozo de cimientos en barro y saliva
tan sólo esencias de pitonisa salvaje.
Doble oquedad para filisteos violentos
triple distancia para patricios en tiempos bastardos.
$7, 500 la hora
$14,000 la noche entera


Marta Ana:

Autómata diseñada en la persiana de un
inventor fabulista y sucesor del pantano.
De tetas con su propia vagina
y vaginas con su clítoris endemoniado.
Dicen que ligera.
¿Será?
$13, 000 la hora
$13,50 el minuto


La Loba:

Remedo incorregible
y sabidilla madura con rienda extravagante.
Que te come, que te gime, que te ordena
y tú que le besas el tacón sin costuras.
Y tú que tú, esclavo de un romance
en cien años de óxido, hueso poroso y melancolía hormonal.
$7, 500 la hora
$7, 501 si amamanta al niño


Evita:

Si tan sólo pudieras oír su voz
siempre querrías drenarte en la manzana
del paraíso, serpentearte en su pezón disoluto
y expulsarte en la cintura melancólica
con la máscara utópica donde se dan encuentros indebidos.
Como su voz.
$2, 500 la diferencia de años
$18, 000 la idealización


Joaquín:

En reparaciones.
$


Leonor:

No otra vez apariencia y gusanos
en el temporal donde se dieron los duraznos
del diablo, allí ocurrieron emanaciones de aurora
impía, cegadora, en desgarre de hierros
y disolución espasmódica sin pronunciaciones
sexuales de pantano.
Tan de cinturita vaporosa, como el lienzo
inverosímil donde se ha plasmado su indispuesta
naturaleza de mujer fantasma.
$500, 00 un viaje al más allá
$13, 000 el encuentro certero
$25, 000 los gastos para el finado gustoso


Josefina:

Con su beso amatista y seda irás al cielo
donde Dios se esconde por habernos hurtado
la buena intención de reconvenir recatada
a la inocente Josefina.
No podemos juzgarla loca cuando ha soñado
entre las nubes
la destrucción fatídica del paraíso
y la repercusión de un mundo sin Teos.
Pobre puta ardorosa
tanto la loca gime, lubrica y explota en tu humanidad
que hasta al Padre se ha enajenado con su realeza
dislocada de atalaya babel
hembra mucha, fruta peligrosa
antojo
silaba uy
ay
mmm.
$ólo de inmortales


Ana Clavel

La saliva que ella deja en tu vientre
es la saga de cuatro historias elocuentes.
Sucede en la flama de un crepúsculo
horadado por su bajo vientre
y la composición de sus montes pezonados.
Se ordeña, se hunde y se comprime
todo en el tantra de los cinco años
tiritados
por su sabor de nuca
por el sopor y su canto
por las curvas tan ufanas
y las nalgas de un desierto que se
cubre a mil zancadas.
$9, 500 la noche
$12, 000 las mil zancadas


Ameyal

Se extingue María
y se acaba el río de las flores mexicanas.
Musa azteca, rama delgada
caracol filigrana y piel morena barnizada
por el jugo de jade o los chorros de Cipactli.
Se extingue la dadora
habrá sed en el desierto
y gritaran todos los hombres
por la ausencia de tu maravilla
llamada cascada temprana
y lo que tanto das al que tu
nectar mama.
$ Por peligro de extinción la reservo a Quetzalcóatl


jueves, 18 de junio de 2009

Pablo

Foto: Raimbow shower, by Calavera
Pablo ha vuelto abatido esta tarde. Observa el límpido espacio que separa la realidad de la ficción en casa: es catastróficamente pequeño ese espacio. Es diminuto, es bacterial, es celular, el espacio. Su casa, más bien un departamento de nenes bien, siempre ha estado decorado con Picazos y Dalis increpados por la censura. Su departamento siempre ha significado pecado y grosería, egoísmo, apatía: este es mi mundo, solamente mío. Y aún así, a Pablo le ha importado mucho el detalle de tal comportamiento departamental: este espacio es su refugio, su guarida, en él todo o nada puede suceder para bien o para mal, pero no para el castigo de Pablo. Está en casa, una casa diminuta y roída por la falta, la ausencia de compañía, la ausencia de un icono sagrado. Su departamento es todo blanco, sus muebles negros. Los brocados modernos comprados en Italia han sido tocados por el polvo, y en su corrupción, han logrado solamente que Pablo y su guarida se sean más aledaños: el desinterés siempre repercute en melancolía, y ésta ciega al alma, la une a la soledad misma. Su refugio, es primitivo: en él sólo lo esencial permanece. ¿Cómo ha podido ser tan ignorante como para no saberse intimo a casa? Ahora, ya es demasiado tarde. Pablo entiende en silencio que lo diminuto de su casa, es el diminuto significado del resto de su vida.

En su descubrimiento, sintiéndose reducido camina directo al cuarto de baño.

El chorro violento de agua cae en curvas sediciosas sobre el desnudo cuerpo de Pablo. Él es un joven delgado, desnutrido, apacible en la desdicha física que transmite aires de vicios corruptos. Su cabello quebrado empapado se tergiversa en petróleo cuando se humedece y pierde el volumen. El agua sigue cayendo bronca, resbala minuto a minuto por su cuerpo, el cual ha transformado la tonalidad blanca latina de Pablo a un rojo espanto. El agua casi hierve, pero a él, no le importa casi nada.

Cuando el agua atraviesa la estructura humana de su rostro, a Pablo le importa nada el llorar a bacanal, en el chorro se combinarán las lágrimas, y en el crimen de su pérdida no habrá más que mentiras piadosas.

Casi siempre ha estado solo, luchando contra el deseo de estar con otros. Siquiera hubiese tenido más tiempo para vivir, habría remediado su temor inconexo y ridículo a la compañía.

Al terminar la ducha, se dirige al escusado que siempre reposa con la tarima dispuesta al desarraigo. Con toda reserva de muerto en vida, Pablo orina pasivo, sosteniéndose de pie con descuido. El chorro delgado, dorado, salado, y hasta etéreo, desprende un aroma fétido que se neutraliza al combinarse con el agua del servicio. Pablo no sólo orina residuos de las pasadas albas psicodélicas, en el desecho liquido se van también las decidías. Ya no hay remedio, ya no quedan salidas.

Desde que ha sabido la verdad, ha traído un nudo en la garganta que sabe a tortura. Pablo sufre de bipolaridad y con esto es natural que se pierda en las tinieblas de su tormento.

Desnudo, mojado y anémico, está sentado frente al ventanal de su guarida. La vista exterior le muestra el edificio de justicia y la cúpula de una gran catedral. Ha alcanzado a ver una parvada de cuervos cruzar el atardecer, y ha creído entender el consejo de las ráfagas otoñales del desierto de su ciudad.

El ventanal tiene un balcón religioso, en él Pablo ha visto el despertar del sol, la somnolencia de la luna llena, y el apaciguamiento de las lluvias de arena.

En la templanza de ese balcón, hay una barandilla peligrosa con invitación de un salto amargo y vacío que conduce a la muerte por suicidio, y una mesilla de hierro en la que Pablo ha tomado de vez en cuando la merienda adictiva, donde permanece un pequeño celular con los números de dos únicos amigos, a los que ha perdido de vista hace ya casi cinco años, y la foto de Betina, una mujer que le ha dicho de lunes a jueves que lo ama tal como es. Hoy es viernes, Pablo duda del sábado. Hace unas horas lo han diagnosticado seropositivo en etapa terminal.

A Pablo le dan escalofríos porque se cuelan los vientos por la ventana. A Pablo le causa temor la idea de la muerte. Pablo nunca ha soportado saberse débil y abandonado. Pero hoy, incluso cala más el sentimiento de desesperanza y arrepentimiento. Sigue mirando al horizonte citadino que se ha hecho negro y borrascoso. El cerebro late y el corazón piensa atrocidades.

Esa noche, desnudo, húmedo y enfermo, permanecerá a la espera de una idea maravillosa. Porque la barandilla suicida sigue esperando frente a sus ojos, junto a Betina, a los dos amigos, y junto al incesante recuerdo de su niñez en que su hermanita le leyera la mano y le aseverara que él viviría demasiado poco.

Y sin embargo, las lágrimas han hecho rebelión en sus globos. Ellas caen, mientras Pablo enciende un cilindro de hierba, y camina rumbo a uno de esos tres destinos.


jueves, 28 de mayo de 2009

La provocación



Eres un díscolo, eres un magneto alejado del hierro, cuando haces el llamado de la vida acude a ti la cortina de la muerte. ¿Qué has hecho para ser lo que eres? Te lo pregunto a ti, reflejo, ¿a dónde me has llevado? Me has matado, o me has sofocado, y no es una pregunta. En ti encuentro una filosofía febril. ¿En dónde me encuentras tú?, ¿en la muerte, o en la vida? ¿O acaso me encuentras reticente? ¿Qué no te lo he dicho todo?

También tengo sangre de espejo y por tanto mis pensamientos pueden parecerse a los tuyos, hoy nada más te tengo a ti para soportar las incapacidades de mi destino. Pero me amarga la idea de ver que otros me pensaron, me vivieron, me amaron y me quisieron, para luego olvidarme donde la eternidad se sueña entera, como si un día fuesen cinco años y una noche fuesen mil. ¿Me entiendes?

Cada recuerdo, cada sentimiento, son mi penitencia, fue por ello que mi semblante se congeló y cuando los primeros rayos de sol tocaron mi rostro no pude contenerme en uno mismo, me dividí en el agua y en el aceite, rechazándome a mí mismo, y perdí la verdadera esencia, enloquecí, reflejo, y la locura me hizo arrepentirme aún más, con cada visión, con cada palabra oscura de mis yo y mis sucios planes. Quise gritar muy, muy fuerte y llorar hasta reventarles los tímpanos a los demás.

¿Qué fue lo que me detuvo? Sí, hay parte de verdad en que me detuve, pero lo cierto es que fue por equivocación.

Podría asegurarte que eres una criatura natural como todas las otras, y que los sentimientos que escondes han crecido simplemente porque el caos los controló desde su caldo poderoso, sé que él controla todo lo que desea, tanto como a mí y a ti que somos un mal del que todos hablan como una enfermedad dolorosa y que tarda en sanarse. El mal es algo desconocido, todas las criaturas temen a lo desconocido, excepto los seres del espejo, ya que ustedes han sido parte del mal que llevamos los humanos por dentro. Es por ello que siempre habremos de sobrellevarnos en vida, de suplicarnos, resistirnos e intimarnos en secreto.

Sin embargo, a ti, ser del reflejo, nunca te ha resultado agradable mi existencia, ya que mi nacer ha sido como los comunes, he salido del vientre de mi madre causándole dolores grandes y heridas que dejaron huella. No te alegra saber que la flor que ha brotado en el Jardín significa el dolor de mi madre y el fin de las eras. Mi madre a quien he matado, fue una flor que se marchitó contrita por haber parido la inquietud y la terquedad de su hijodiablo.

No me molesta no ser un hijo divino, un hijo de Zeus, de Dios o de Quetzalcóatl, por mi cuenta siempre he sido un semidios, de los que han nacido de rosales, de aquellos egoístas y solitarios que valen menos que una mitad, los que se masturban por el orgullo y la presunción, y eyaculan espinas en el rostro de la penumbra. Para ti, mi grisáceo reflejo, yo significó solamente una cosa: la veracidad de la muerte en vida. Y tú, frente a todos mis problemas, sobresales verdadero por una inocente verdad, me lloras en gritos que desgarran a la indiferencia de mis sienes, y entonces he de abrirte los ojos y mirarte deshecho por mis errores… Allí siempre estás, en la recapacitación de un ángel caído que en el triunfo o en la derrota exhala índices de ajada humanidad. Y tú dices que vale, y yo me atrevo a creerte.

Podría besarte, y obligarme a amarte, ahora que me he enamorado de la soledad, mas el tiempo ha seguido la marcha del futuro. Y en éste me decepciono y me aflijo de saberlo imposible.

Somos inexactos. Nos hicimos en la destrucción y en los murmullos eléctricos de una concepción ajena. Nacimos para encontrarnos en las visitas al espejo. Y hoy por tanto, al momento del último respiro, te llevaré conmigo, en la esperanza de ya no ser unos desesperanzados.

Esto pasaba. La muerte, fluvial, erosionada, abrasada, helada y tentada. Nuevamente giro la miraba, y me veo a mí mismo en el reflejo, durmiendo como un niño sobre una roca de cama, desvaneciéndome como el polvo de las estrellas y la arena del desierto.


jueves, 30 de abril de 2009

Rosita Epitafio


A mi Rosita:

Y entonces, al abordar el avión de regreso al desierto, me percaté que nunca en otro tiempo de mi vida podría retener a Rosita en mi rudeza labial. Lloro, no puedo negar que dejé mi carne en sus fosas, encantado y maldito, y por maldito no puedo remplazarla con el furor de la hierba. Pero al alma de sus senos mordidos, desnudos, a ella la siento amputada de mis manos maltrechas, ¡me la quitó el diablo! ¡Me…., me engañó con el diablo!
Cuando me encontré de apariencia cadavérica, podrido por la traición, en medio del cuartucho de su hotel barato, lo supe… Se había marchado de mis brazos para siempre. ¡Y yo el sudor, la mordida, el beso desnudo, y el calor de mi cuerpo su cuerpo desnudo salvaje contrito renegado y caluroso! Se fue… se me fue todo.
Hoy me encuentro a solas en el baño pequeño de un avión pequeño. Mi apariencia se dice entierro. Mis ojos se secan y mi corazón se funde. Así me dueles.
Rosita.
En mi cuerpo, en mi respiración.
Pronto me hice un año más viejo, y ella cumplió casi tres semanas de haber escapado con el ángel rechazado del hoyo.
Tengo que respirar, tengo que olvidarlo todo. Allá, en la selva de asfalto había poseído a Rosita. No recuerdo en que momento me ató a su vida, y me sostuvo, y me sintió en su adentro.
¿Qué hicimos mal para encontrarnos aislados de nuestra pertenencia carnal? ¡Yo te deseo aún! ¡Siempre fue deseo! Deseo. Solamente deseo.
¿De qué no salvamos cuando el demonio colapsaba nuestro destino?
Mi espíritu se quema con el sol, con la luna, sobretodo con el recuerdo de tu cintura relajada encima de mi ombligo. Trago saliva. Odio viajar por el aire. Quiero, más que nada, regresar al desierto, y respirar como fantasma, deshacerme de tus gemidos mentirosos, mujercita vampiro.
Nadie en el vuelo creerá que mi muerte se deba a tu falta. Pero, tal vez cuando ponga un pie fuera del retrete en el que ahora estoy parado, y luego el otro, la culpable que rompa mi cuello te delatará. Mira, Rosita, la culpable es tu bufanda perfumada, la misma con que me ataste a la cama aquella tarde cuando me ayudaste a subir al cielo, en la explosión de nuestro aroma de recreo almizclero.
Mujercita hormiga. Picas. Me comes. Me das. Me das. Dame más.


Adieu mon amour!

martes, 31 de marzo de 2009

EL ESPÍRITU DEL DESIERTO


Sobre las baldosas por las que caminó ayer el espíritu del desierto, ha quedado un lenguaje de arena malintencionada y borrascosa. Aún huele a sal, aún se escuchan los ecos de su respiración flemática, caracolista. Siempre espera en una esquina, el putillo, o en otra. A veces recorrer sus mismos pasos, sin tener vergüenza del significado, me hacen sentir especial, así, especial, ingenuo, esencial. Yo no soy quien para juzgarlo, no me presto de moral, no me jacto de poseer bondad y nobleza. Sólo lo odio. También he andado en la soledad como sed indeseable, también he visto a los monstruos de la luz sorbiendo de la oscuridad, cuando por supuesto les he dejado tocarme, pues me he creído hijo del diablo.

Su labor consiste en caminar todas las noches de verano e invierno por las callejuelas coloniales de San Luis. Es un chico. Su corazón no tiene remedio, con el tiempo ha dejado de funcionar hasta convertirse en roca diorita. Cuando le alumbran las farolas al rostro, su boca seduce promiscua al secreto. ¡Mírenlo! Sin siquiera sonreír. ¿Por qué seduce siendo agrio y seco? ¿Cómo es posible que nos enamoremos de la poca fe que auguran los desposeídos como el desierto? ¿Quién es él? ¿Por qué así, andando a solas en el desierto citadino? La ciudad le ha hecho juego a sus sueños agrietados, se ve en sus manos que ha trabajado por el dolor poroso. ¡Lo odio! ¡Juro que lo odio!
Se apagó el sol un anteayer en sus miradas imperiosas, dueñas del polvo. Se apagó el sol pero no cesó el bochorno ni la ira de la espina incrustada en el cacto negligente, su cerebro. Es un chico, lo repito, un espíritu lejano, o más cercano quizá.

Cambiaría de piel su pasado, se arrepentiría de saberse vulgar e inmoral. Sin embargo tan sólo andará con apuro hacia el coche oxidado que ha encendido las luces frontales. Vendrá una tormenta de arena. Pero él tolera la inmundicia. ¡Mírenlo! Cuando aborde el coche oxidado y entienda al lamento del contratista me veré forzado a interpretar el trato.

Jugará de moderno. Bajara el cierrecillo metálico de su pantalón mezclilla descolorida, roído, gris ferroso, polvoso. Sacara su pene erecto de la intención. No lo culpen. Descubrirán a la mujer divorciada metiendo al asunto en su boca. Verán temblar al auto anímico que se ha estacionado en la cólera de la tormenta. En medio de un desierto citadino, más bien pueblerino, el espíritu del desierto proveerá de cuidado a la mujer divorciada, una de cuarenta, madre de cuatro, abogada de trece. Porque el carro temblara en embestidas, y el desierto escuchara jadeos y maullidos.

Llegaran hasta el final, querrán estallar. Saldrá y entrara el chico. Gritara y sonreirá la dama oxidada.

Se apagan las farolas de la callejuela. Se extiende la arena salada por las colonias. Enfría un minuto, otro el gris nocturno torna al calor del desierto colaborador.

Juzgarlos sucios no es la razón.

Págale mujer. Ándate a casa.

Y cuando baje el chico, lo verán caminar abandonado por las calles del centro.

Quiero escapar de la visión, quiero no caminar por la ciudad en la búsqueda de los pasos de ese espíritu. Quiero no lamentar su destino, su vida de chico, su trabajo de puto. Pero me aburre. No distingo la ilusión del desierto, ni la escapatoria de la agonía que se cobra la inanición de mi pueblo desvelado.

El desierto de San Luis en la piedra, la sed de las almas en el túnel, el humor de santurronería en la choza de Dios, las baldosas de un callejón colonial, el misterio de un pueblo que se convertirá en fantasma, se han acostumbrado a la inseguridad autista de los espíritus modernos. Como él.

El espíritu del desierto es un desasosegado, un contrito que desaparece de día en murmullos que insultan, en la certidumbre de su casa, de su facha, en las intenciones de su vida cotidiana. Pero entonces la noche, nunca sabe usar la razón. Es atracción de perversos ante la historia de sedientos. Como tú y yo.

Lo imagino llegando a casa, lo imagino sentado en cama, una rodeada por billetes y ratas. Lo puedes imaginar pensando mientras yo lo deduzco en el lamento vampirista de toda una madrugada filosófica: filosofa y jode con la naturaleza de su desconocimiento. De día dormirá. Pero ¡mírenlo! Solo y acompañado por la basta extensión de un espejismo individual, un cuerpo putrefacto de una mujer que hiede a muerte y suculencia infernal. Era suya. Era nuestro sol. Hoy sólo huellas. Bochorno, sed, y huellas.

Distanciado, caracol, aletargado, robot, insensible. Preocupado, muy preocupado: desde su cama vive para decir que:

-¿Por qué estoy haciendo esto?

Las huellas que quedaron en la arena, sobre aquellas baldosas de ciudad colonial, cederán siempre al llanto que el espíritu desértico lleva dentro. Ya sin él, nosotros tampoco sentiremos nada. Comeremos polvo.

Debemos huir.

Pero no podemos. Algo en mí, algo en ti, nos empuja a darle un poco de refuerzo. Nos duele lo que mata al hijo del desierto. Así nos hicieron en San Luis Wirikuta. Nos moriremos de hambre, o nos comeremos al chico.


lunes, 16 de marzo de 2009

Artemisa



Artemisa se levantó dejando a Fauno en cama, él estaba profundamente dormido soñando murmullos e ideando flores negras que dispersaban demonios. Fauno era el joven más hermoso de entre todo Revolver, tenía los ojos marrones y sus cabellos eran rizos castaños oscuros todos, con alevosías de brillos desdeñosos que rezaban brillos y reflejos. Era un hombre alto y su cuerpo delgado como decisión irreflexiva tenía a su cruel amante retacada de embeleco hechicero. Cuánta la desnudez de Fauno relajada en la cama olorosa a coito consumado; todo su torso moreno incauto porque era todavía joven, sus hombros anchos, sus brazos tersos, sus codos oscuros, sus muñecas flageladas, sus manos delgadas y de entre todo el cuerpo las más desgastadas, resecas y brujas. Su pene cansado que ya había jugado dentro de Artemisa, prodigioso pero decaído, luminoso pero desdichado por mantenerse emperador entre todas las almas que había profanado. Era magno, causaba llanto, carcomía necesidades, alienaba crudos deseos, y consolaba por retahílas todo el cuerpo de Artemisa que se retorcía de placer cada que por mero gusto se entrometía en su abismo. Fauno de nalgas anchas, bien formadas y tan importantes como por delante el resucitador de jaurías pasionales. Largas y gruesas sus piernas, más claros que todo su cuerpo estaban sus pies. Su ombligo no se veía, pues las sabanas sólo ello cubrían. Ombligo tan pudoroso; en Revolver era pecado mostrarlo.
Artemisa no le besó la mejilla, el labio o la oreja antes de marcharse para tomar venganza, ella sólo pensaba en Plutón, quien una vez se entrometiera en su abismo con loable tiranía, demencial salvajismo e indecoroso despotismo; la había ultrajado una vez don Plutón; ya era tiempo, pensaba obsesivamente Artemisa, de castrarle los sesos. De una cosa estaba bien segura, le daría la cara a solas, y le diría cuánto lo despreciaba a solas, tomaría su pistola a solas, jalaría el gatillo a solas, y dispararía trece veces a solas, en su pierna izquierda, en su pierna derecha, en ambos pies, en su flácido sexo, en su brazo izquierdo, en su hombro derecho, en su boca, en su nariz, en sus dos ojos, en su frente, en una de sus orejas… sin detenerse. Luego regresaría a casa y entonces sí besaría la mejilla, el labio y la oreja de Fauno en la soledad de su perfidia, justificada por todo su sufrimiento.
Bajó por las escaleras de caracol hacía la planta baja; el departamento lujoso de muros, cortinas y muebles blancos era el resultado del dinero ganado en la renta de Fauno a las señoritas de Avignon, ellas que saciaron los pasillos detrás de sus labios vaginales con el pincel carnoso y ancho del serio servidor.
Artemisa no creía en los milagros ajenos, era egoísta porque decidía para su reflejo, que era ella misma, y no dejaba oportunidades para el mancebo. Por eso rentaba a Fauno, quien la amaba ciego muy insano; por eso traficaba injurias; por eso impedía al gran Dios inscribirla en su lista de devotos con membresía hacia el grupo de los no osados, ella no tenía dios ni diablo en su cementerio, era libre; por eso escupía en los rostros de quienes la discriminaban. El único milagro en el que creía era el amor reticulado, amaba a Fauno con toda la expresión de su destino, y se entregaría para siempre a él si acordaba misericordia luego de cumplir su único deseo: acabar con la vida de Plutón sin tener compasión. Artemisa no era una diosa y nunca haría un milagro, pero alcanzaría la insignia de héroe si libraba a sus pesares del demonio de su vida.
Plutón era el demonio del caucazo, no pertenecía a la orden de Revolver, pero una visa en acuarela le decía bienvenido. Tenía todo en cuidado, vivía protegido por mafias y autenticas brujas mulatas que le hacían de salvaguardias; engañaba al páramo de sepulturas, leyes y postrados, era casi emperador y lisonja si fingía herencia de Julio César encima de Cleopatra; rara vez desconfiaba de sus engaños, violaba, mataba o robaba a su antojo; pensaba aprisa y nunca dudaba en el acto. Pero aquel miserable Plutón iba a morir esa noche -porque era de noche cuando Artemisa en toga y mezclilla se dedujo a la puerta de la blanca mansión de este cabrón-. Por fin Artemisa, la virgen vengadora del 203 en la calle de Rimbaud, sosegaría sus pasiones desvalidas.
Antes había caminado, el día entero así había secuestrado. Todos los propósitos rencorosos de Artemisa deberían suceder con determinación. Por eso caminó hasta la mansión, planificando a paso lento su próxima redención. Se imaginaba ella como cruel asesina, quizá sería así porque hacía mucho ya lo soñaba, cuando en trece apenas maduraba, allí desde entonces luego de ultrajada no había soñado más que la debida venganza que depositaria el juicio con fallo sangrado en sus oportunas manos ya temblorosas, tan nerviosas, enfermas desde eso, si nunca se había ella recuperado. Hoy tenía diecinueve, y antes de cumplir los veinte maduraría la negrura de su pasado. Quería volver a respirar con calma.
Entonces dobló por la gran Avenida de la Destrucción, afanosa regó sonrisas a las flores malditas que crecían a lo largo de cada bifurcación, y algo ironista también les huyó, evitando contagio de indecorosa bajeza, como la que sufría don Plutón. De seguro alguna vez aquel demonio había sembrado begonias de ensoñación, esas que enfermaban a uno con locura, desmayos y fatídicas necesidades, o más bien represiones tendentes a la poca inteligencia. Es decir, enferman las flores de violencia demoníaca, de demencia virulenta, de delito del infierno que se proscribe a la fuerza en los cuerpos cualesquiera.
Artemisa sudaba cuando ya pronto se acercaba; no tenía que dar más de veinte zancadas grandes -muy a su costumbrismo- para alcanzar las moradas del buscón. Le venían apneas a la selenita, no iba a darse por vencida aunque así su cuerpo fuese contagiándose de miedo. Estaba resuelta, hasta ideaba la sepultura de su opresor en una caja de cartón, luego de haber dado su cuerpo a los perros andaluces que no cesarían de chillar por su genio surrealindo rococó.
Llamó a la puerta un par de veces; Proserpina la esposa de Plutón examinó con miedo a la jovencita con rostro delincuente, quizá sería una de esas estudiantes de la Academia para asesinos en serie Prometeo 22, a Plutón su marido mucho se le daba contratar facinerosos para rematar problemas de un disparo, estaba muy de moda no dejarse vencer por los inventos y las lujurias del poderoso resentimiento que infringía la serenidad del espíritu.
Pase, dijo la mujer de dientes faltos y cabellos endulzados en peroxido eleusino. Era la hora, era la hora, era la hora, la hora ya era.
Galopaba su corazón, Artemisa rezaba a su hombre Fauno le protegiese de cualquier desgracia o suntuosa cuita, el tiempo no dilataba más que errantes rapsodias antes de perder toda pureza arrebatadora de libertad, si alcanzaba el tiempo fantasearía soda estero pero no iría más allá. ¿Qué diablos estaba pensando? Cosas sin sentido le cambiaban la preocupación, y era tan grande ésta última por intuir que algo andaba mal, que ya mil locuras le sacaban el quicio.
Luego repuesta a solas en la sala de estar alfombrada en ixtle y cáñamo, se animó con la dulce venganza a no perderse más de la realidad. Si quería ser bellaca y agradar más a Fauno no era preciso desertar o acabar en la reclusión de santilla.
-¡Mi nena, mi damita, mi Lolita, mi Evita, mi Selenita, mi dulce braguita! –exclamó un anciano que aprisa bajaba por una escalera alfombrada de terciopelo borrascoso.
Era Plutón, un hombre ya vetusto, con aire de viejo verde, aroma de puro cubano, y ojos díscolos como los de cualquier violador mentecato que está bien enterado de serlo.
Así ella sacó su revolver 22 y con hazaña al hombre apuntó.
Artemisa le miró con ojo de aguja, y le susurró palabrotas fatalistas.
Pero de tanto en tanto, a su corazón latiendo y galopando le vino el colapso, y Artemisa creyó venirse hasta abajo. Le brotaron las lágrimas y le gimieron los senos. Hasta sus labios rojos se asfixiaron como locos, y sus verdes ojazos le dijeron que no cometiera parnaso:
«Que la vida es sueño y los dolores de la vida dolores son, que si matas a ese hombre no aquí cesara tu dolor, que una muerte son veinte mil fuegos, y un asesinato una eterna aflicción».
Pero Artemisa deseaba hacerlo por Fauno, por el amor que a sí misma se tenía, aunque de vez en cuando una especie de pasión maniatada al desprecio por su persona le doblegó hasta sacarla de su esencia femenina piadosa. En aquel momento sólo deseaba matar a Plutón.
Ennegrecida la mujercita endureció su brazo y rebotó el gatillo. Que disparaba dislocada, que se quedaba ciega mientras la sangre del viejo brotaba de su pecho. Que ella se impresionaba de verlo agonizando en su diáfano destino, y que al mismo tiempo la pobre vengadora no se fiaba de sí misma, de su propia bajeza y su atiborrado rencor desequilibrado. ¿De verdad todo había allí terminado?
-Mi malhechora, mi pena con alguna heridita de cuyo aroma no ceso de acordarme, mi Artemisa y mi nunca más. Yo con mi muerte no dejaré de estar satisfecho por el fruto de mis perversiones sembradas en tus… ¡ay…!
Los ojos del diablo estrafalario se cerraron de hito en deceso.
Y Artemisa huyó para con Fauno, ausentada de pensamiento y divorciada de su falsa piedad.
Lloró los días, y se alivió algunas noches bohemias después. Luego con el tiempo, de poca confianza creyó al criterio de su Freud, y de allí hasta su muerte para Fauno su instinto entregó. Ah, cómo dolió pecar por necesidad. Ah, como se sostuvo apenas satisfecha al justificarse sanada. Dijo ella que recobró los sueños sacrificando su divinidad miserable, o dijo más irritada que todo estaba relativamente ya qué.
Pues muchos años después, frente a la casa del fusilamiento plutoniano, la matadora de ensueño apenas y se atrevería a reconocer que allí casi nada de su dolor había terminado. Porque las venganzas a ciento un disparos de infelicidad, en un destino maldecido por los dioses en el cielo y en el infierno, tendrán siempre muchas oportunidades para repetirse sobre Revolver…


sábado, 28 de febrero de 2009

DE UNA HILAZA DE SEMEN TE ATIENES A LOS PASOS DE LA VIDA



De una hilaza de semen te atienes a los pasos de la vida, y tejes con las pincillas con que el creador te ha dotado en la utilidad de tus deseos, pues eres o serás algún día (si es que no decreces o inmaduras con la sequedad de tu estupidez), un sabido en el arte de la entrega. Teje y teje hasta arañarnos en la basta extensión de una larga vida, no desprecio las que son cortas, pero no quiero apegarme al suspiro hediondo de la injusticia porque me duele: injustos y salados saben muchas veces los caminos. Por lo tanto me entretejo en las extensiones de tu destino, para encontrarnos alguna vez en nuestros largos años de existencia y apatía; mira, cuando colocó un poco de mis hilos de semen en tus orejas, sé que si lo hago brotaran vitaminas del intento, de la intriga, si me muerdes a besos o si me fulminas a gritos de rabia, nos habremos ya conocido y nunca después deberemos lamentar nuestra reunión de penetraciones y saliva. Los intentos por zurcir tu cavidad con mi pene equivalen a la generosidad con que se siente la misericordia, no intento cerrar tu vagina por la eternidad, quiero entrar en ti para ser expulsado por tu remota hostilidad, ¿te gusta, no es cierto? Y a mí me gusta, te lo juro, te doy parte de mi semen para que aminores la resequedad malsana que tus labios contraen cada vez que le impides al potro de Dios divinizar tu identidad: tú no quieres ser virgen ni tampoco plebeya, por lo tanto ten un hijo con mi sapiencia o entrégate a socorrer falos rencorosos, sé lo que quieras ser, dueña, y comete mi cuerpo entero en la cena de tus más amplias fantasías donde los humanos son un santo herido que clama ser protegido en la serenidad de tu vagina.
Mira tú también, soberano, escúchame: las mutaciones o simplemente la galaxia de mis genes me han hecho ocuparme muy por encima de lo que ha querido un tal dios llamado el Utilizado, me supe gustoso por recabar las puntadas de tus tejidos profundos. Tú también eres una fábrica de semen milagroso, una vez cuando yo dormía viniste y me hiciste un invernadero de rozaduras carnales. ¿No con tu semen diseminado en las palmas de mis manos me contaminaste de una pintura que reverenciaba a los placeres? Estuviste todo el tiempo dramatizando con tu miembro un teatro de exhalaciones desiguales de llamarada y decaída, llamarada, decaída y pulsaciones brutas. Ya como violas a la mujer, eres igual a los hombres, y sintetizas su igualdad asimilándote pasión en el cuerpo de todos los hijos de otro dios, llamado Dios. En los diálogos hechiceros de nuestra leche castiza se entienden perfectamente las retribuciones de un beso prohibido, por ello al extraer los jugos azarosos de lo que es origen, lloramos de gusto, los que entendemos casi todo.
Reunidos los hombres y las mujeres, en la urdimbre vitalicia, envejezco, ¡denme esperanza! Con todos los kilómetros de mi destino soy un niño que se prepara para ser un adolescente, soy un adolescente que se aterroriza de ser un joven, y amputo la madurez de mis huesos con desquiciada presteza, mas siempre será demasiado tarde, una vez que intentas suprimir la cultura de tus pensamientos, ya eres un adulto que envejece en la búsqueda de la nostalgia.
Cuando se rompe la consistencia de nuestro hilo seminal, nos vamos al carajo y nos torcemos en la nada. A mí, a mí me importa mucho eso de la nada, me aterra ser nada.
Oblígate Dios a atenerte en mi infierno crepuscular, siempre estoy muriendo y tú a todas horas vez mi caída lenta y transitoria por las palmas de tus manos repletas de fluidos filiales. Cuando digo que de una hilaza de semen te atienes a los pasos de la vida, lo digo sobre todo para que me escuches, y me acompañes a mí y a todos mis hermanos y hermanas, nosotros, las soledades, las discordancias, los temores, las enciclopedias de bajeza, los hermosos, los aventurados, cobardes, humildes, santurrones, los hijos de putas, enjutas o mujeres decentes (declaro que la mía es decente y sabelotodo)
Cuando tú diste el paso en la existencia del todo, me empujaste a intentar ser como tú. No lo olvides. Oblígate a vivir a nuestro lado, téjete mi amado felón, mi santo semental, a mí.


De momento

"A su hermano Blanquet no lo había vuelto a ver desde el accidente en la selva. Todavía soñaba con él, y con la cara de lobo de su padre. A veces, seguían corriendo los tres por la selva, con la respiración agitada, buscando un sendero diferente que desfigurase el rostro de su cruel destino. Pero siempre caía, y veía a su padre seguir la huida sin girarse siquiera una vez, o reparar en su ausencia. Al menos, siempre estaba Blanquet muriendo a su lado, desprovisto de realidad pura, tan sólo un recuerdo, y punto. Yaykobu soportaba las ganas por llorar por esos sueños malditos, o por Blanquet, a quien había traicionado en la huida, dejándolo morir a solas. Simplemente ya no podía hacerlo."

Off days: Los días del abandono
"Son dos hombres que se aman sin el límite de la gravedad: su libertad en los abismos más intensos de la pasión, los llevará, sin duda, a perderse en la levedad de sí mismos. Entonces, un día sin nada que ofrecerse a cambio, para aliviar sus vacíos alguno matará al otro. Porque su sudor y su hambruna de deseo, son pasiones desvalidas..."

Mercurio de las Voces y el Deseo