martes, 31 de marzo de 2009

EL ESPÍRITU DEL DESIERTO


Sobre las baldosas por las que caminó ayer el espíritu del desierto, ha quedado un lenguaje de arena malintencionada y borrascosa. Aún huele a sal, aún se escuchan los ecos de su respiración flemática, caracolista. Siempre espera en una esquina, el putillo, o en otra. A veces recorrer sus mismos pasos, sin tener vergüenza del significado, me hacen sentir especial, así, especial, ingenuo, esencial. Yo no soy quien para juzgarlo, no me presto de moral, no me jacto de poseer bondad y nobleza. Sólo lo odio. También he andado en la soledad como sed indeseable, también he visto a los monstruos de la luz sorbiendo de la oscuridad, cuando por supuesto les he dejado tocarme, pues me he creído hijo del diablo.

Su labor consiste en caminar todas las noches de verano e invierno por las callejuelas coloniales de San Luis. Es un chico. Su corazón no tiene remedio, con el tiempo ha dejado de funcionar hasta convertirse en roca diorita. Cuando le alumbran las farolas al rostro, su boca seduce promiscua al secreto. ¡Mírenlo! Sin siquiera sonreír. ¿Por qué seduce siendo agrio y seco? ¿Cómo es posible que nos enamoremos de la poca fe que auguran los desposeídos como el desierto? ¿Quién es él? ¿Por qué así, andando a solas en el desierto citadino? La ciudad le ha hecho juego a sus sueños agrietados, se ve en sus manos que ha trabajado por el dolor poroso. ¡Lo odio! ¡Juro que lo odio!
Se apagó el sol un anteayer en sus miradas imperiosas, dueñas del polvo. Se apagó el sol pero no cesó el bochorno ni la ira de la espina incrustada en el cacto negligente, su cerebro. Es un chico, lo repito, un espíritu lejano, o más cercano quizá.

Cambiaría de piel su pasado, se arrepentiría de saberse vulgar e inmoral. Sin embargo tan sólo andará con apuro hacia el coche oxidado que ha encendido las luces frontales. Vendrá una tormenta de arena. Pero él tolera la inmundicia. ¡Mírenlo! Cuando aborde el coche oxidado y entienda al lamento del contratista me veré forzado a interpretar el trato.

Jugará de moderno. Bajara el cierrecillo metálico de su pantalón mezclilla descolorida, roído, gris ferroso, polvoso. Sacara su pene erecto de la intención. No lo culpen. Descubrirán a la mujer divorciada metiendo al asunto en su boca. Verán temblar al auto anímico que se ha estacionado en la cólera de la tormenta. En medio de un desierto citadino, más bien pueblerino, el espíritu del desierto proveerá de cuidado a la mujer divorciada, una de cuarenta, madre de cuatro, abogada de trece. Porque el carro temblara en embestidas, y el desierto escuchara jadeos y maullidos.

Llegaran hasta el final, querrán estallar. Saldrá y entrara el chico. Gritara y sonreirá la dama oxidada.

Se apagan las farolas de la callejuela. Se extiende la arena salada por las colonias. Enfría un minuto, otro el gris nocturno torna al calor del desierto colaborador.

Juzgarlos sucios no es la razón.

Págale mujer. Ándate a casa.

Y cuando baje el chico, lo verán caminar abandonado por las calles del centro.

Quiero escapar de la visión, quiero no caminar por la ciudad en la búsqueda de los pasos de ese espíritu. Quiero no lamentar su destino, su vida de chico, su trabajo de puto. Pero me aburre. No distingo la ilusión del desierto, ni la escapatoria de la agonía que se cobra la inanición de mi pueblo desvelado.

El desierto de San Luis en la piedra, la sed de las almas en el túnel, el humor de santurronería en la choza de Dios, las baldosas de un callejón colonial, el misterio de un pueblo que se convertirá en fantasma, se han acostumbrado a la inseguridad autista de los espíritus modernos. Como él.

El espíritu del desierto es un desasosegado, un contrito que desaparece de día en murmullos que insultan, en la certidumbre de su casa, de su facha, en las intenciones de su vida cotidiana. Pero entonces la noche, nunca sabe usar la razón. Es atracción de perversos ante la historia de sedientos. Como tú y yo.

Lo imagino llegando a casa, lo imagino sentado en cama, una rodeada por billetes y ratas. Lo puedes imaginar pensando mientras yo lo deduzco en el lamento vampirista de toda una madrugada filosófica: filosofa y jode con la naturaleza de su desconocimiento. De día dormirá. Pero ¡mírenlo! Solo y acompañado por la basta extensión de un espejismo individual, un cuerpo putrefacto de una mujer que hiede a muerte y suculencia infernal. Era suya. Era nuestro sol. Hoy sólo huellas. Bochorno, sed, y huellas.

Distanciado, caracol, aletargado, robot, insensible. Preocupado, muy preocupado: desde su cama vive para decir que:

-¿Por qué estoy haciendo esto?

Las huellas que quedaron en la arena, sobre aquellas baldosas de ciudad colonial, cederán siempre al llanto que el espíritu desértico lleva dentro. Ya sin él, nosotros tampoco sentiremos nada. Comeremos polvo.

Debemos huir.

Pero no podemos. Algo en mí, algo en ti, nos empuja a darle un poco de refuerzo. Nos duele lo que mata al hijo del desierto. Así nos hicieron en San Luis Wirikuta. Nos moriremos de hambre, o nos comeremos al chico.


lunes, 16 de marzo de 2009

Artemisa



Artemisa se levantó dejando a Fauno en cama, él estaba profundamente dormido soñando murmullos e ideando flores negras que dispersaban demonios. Fauno era el joven más hermoso de entre todo Revolver, tenía los ojos marrones y sus cabellos eran rizos castaños oscuros todos, con alevosías de brillos desdeñosos que rezaban brillos y reflejos. Era un hombre alto y su cuerpo delgado como decisión irreflexiva tenía a su cruel amante retacada de embeleco hechicero. Cuánta la desnudez de Fauno relajada en la cama olorosa a coito consumado; todo su torso moreno incauto porque era todavía joven, sus hombros anchos, sus brazos tersos, sus codos oscuros, sus muñecas flageladas, sus manos delgadas y de entre todo el cuerpo las más desgastadas, resecas y brujas. Su pene cansado que ya había jugado dentro de Artemisa, prodigioso pero decaído, luminoso pero desdichado por mantenerse emperador entre todas las almas que había profanado. Era magno, causaba llanto, carcomía necesidades, alienaba crudos deseos, y consolaba por retahílas todo el cuerpo de Artemisa que se retorcía de placer cada que por mero gusto se entrometía en su abismo. Fauno de nalgas anchas, bien formadas y tan importantes como por delante el resucitador de jaurías pasionales. Largas y gruesas sus piernas, más claros que todo su cuerpo estaban sus pies. Su ombligo no se veía, pues las sabanas sólo ello cubrían. Ombligo tan pudoroso; en Revolver era pecado mostrarlo.
Artemisa no le besó la mejilla, el labio o la oreja antes de marcharse para tomar venganza, ella sólo pensaba en Plutón, quien una vez se entrometiera en su abismo con loable tiranía, demencial salvajismo e indecoroso despotismo; la había ultrajado una vez don Plutón; ya era tiempo, pensaba obsesivamente Artemisa, de castrarle los sesos. De una cosa estaba bien segura, le daría la cara a solas, y le diría cuánto lo despreciaba a solas, tomaría su pistola a solas, jalaría el gatillo a solas, y dispararía trece veces a solas, en su pierna izquierda, en su pierna derecha, en ambos pies, en su flácido sexo, en su brazo izquierdo, en su hombro derecho, en su boca, en su nariz, en sus dos ojos, en su frente, en una de sus orejas… sin detenerse. Luego regresaría a casa y entonces sí besaría la mejilla, el labio y la oreja de Fauno en la soledad de su perfidia, justificada por todo su sufrimiento.
Bajó por las escaleras de caracol hacía la planta baja; el departamento lujoso de muros, cortinas y muebles blancos era el resultado del dinero ganado en la renta de Fauno a las señoritas de Avignon, ellas que saciaron los pasillos detrás de sus labios vaginales con el pincel carnoso y ancho del serio servidor.
Artemisa no creía en los milagros ajenos, era egoísta porque decidía para su reflejo, que era ella misma, y no dejaba oportunidades para el mancebo. Por eso rentaba a Fauno, quien la amaba ciego muy insano; por eso traficaba injurias; por eso impedía al gran Dios inscribirla en su lista de devotos con membresía hacia el grupo de los no osados, ella no tenía dios ni diablo en su cementerio, era libre; por eso escupía en los rostros de quienes la discriminaban. El único milagro en el que creía era el amor reticulado, amaba a Fauno con toda la expresión de su destino, y se entregaría para siempre a él si acordaba misericordia luego de cumplir su único deseo: acabar con la vida de Plutón sin tener compasión. Artemisa no era una diosa y nunca haría un milagro, pero alcanzaría la insignia de héroe si libraba a sus pesares del demonio de su vida.
Plutón era el demonio del caucazo, no pertenecía a la orden de Revolver, pero una visa en acuarela le decía bienvenido. Tenía todo en cuidado, vivía protegido por mafias y autenticas brujas mulatas que le hacían de salvaguardias; engañaba al páramo de sepulturas, leyes y postrados, era casi emperador y lisonja si fingía herencia de Julio César encima de Cleopatra; rara vez desconfiaba de sus engaños, violaba, mataba o robaba a su antojo; pensaba aprisa y nunca dudaba en el acto. Pero aquel miserable Plutón iba a morir esa noche -porque era de noche cuando Artemisa en toga y mezclilla se dedujo a la puerta de la blanca mansión de este cabrón-. Por fin Artemisa, la virgen vengadora del 203 en la calle de Rimbaud, sosegaría sus pasiones desvalidas.
Antes había caminado, el día entero así había secuestrado. Todos los propósitos rencorosos de Artemisa deberían suceder con determinación. Por eso caminó hasta la mansión, planificando a paso lento su próxima redención. Se imaginaba ella como cruel asesina, quizá sería así porque hacía mucho ya lo soñaba, cuando en trece apenas maduraba, allí desde entonces luego de ultrajada no había soñado más que la debida venganza que depositaria el juicio con fallo sangrado en sus oportunas manos ya temblorosas, tan nerviosas, enfermas desde eso, si nunca se había ella recuperado. Hoy tenía diecinueve, y antes de cumplir los veinte maduraría la negrura de su pasado. Quería volver a respirar con calma.
Entonces dobló por la gran Avenida de la Destrucción, afanosa regó sonrisas a las flores malditas que crecían a lo largo de cada bifurcación, y algo ironista también les huyó, evitando contagio de indecorosa bajeza, como la que sufría don Plutón. De seguro alguna vez aquel demonio había sembrado begonias de ensoñación, esas que enfermaban a uno con locura, desmayos y fatídicas necesidades, o más bien represiones tendentes a la poca inteligencia. Es decir, enferman las flores de violencia demoníaca, de demencia virulenta, de delito del infierno que se proscribe a la fuerza en los cuerpos cualesquiera.
Artemisa sudaba cuando ya pronto se acercaba; no tenía que dar más de veinte zancadas grandes -muy a su costumbrismo- para alcanzar las moradas del buscón. Le venían apneas a la selenita, no iba a darse por vencida aunque así su cuerpo fuese contagiándose de miedo. Estaba resuelta, hasta ideaba la sepultura de su opresor en una caja de cartón, luego de haber dado su cuerpo a los perros andaluces que no cesarían de chillar por su genio surrealindo rococó.
Llamó a la puerta un par de veces; Proserpina la esposa de Plutón examinó con miedo a la jovencita con rostro delincuente, quizá sería una de esas estudiantes de la Academia para asesinos en serie Prometeo 22, a Plutón su marido mucho se le daba contratar facinerosos para rematar problemas de un disparo, estaba muy de moda no dejarse vencer por los inventos y las lujurias del poderoso resentimiento que infringía la serenidad del espíritu.
Pase, dijo la mujer de dientes faltos y cabellos endulzados en peroxido eleusino. Era la hora, era la hora, era la hora, la hora ya era.
Galopaba su corazón, Artemisa rezaba a su hombre Fauno le protegiese de cualquier desgracia o suntuosa cuita, el tiempo no dilataba más que errantes rapsodias antes de perder toda pureza arrebatadora de libertad, si alcanzaba el tiempo fantasearía soda estero pero no iría más allá. ¿Qué diablos estaba pensando? Cosas sin sentido le cambiaban la preocupación, y era tan grande ésta última por intuir que algo andaba mal, que ya mil locuras le sacaban el quicio.
Luego repuesta a solas en la sala de estar alfombrada en ixtle y cáñamo, se animó con la dulce venganza a no perderse más de la realidad. Si quería ser bellaca y agradar más a Fauno no era preciso desertar o acabar en la reclusión de santilla.
-¡Mi nena, mi damita, mi Lolita, mi Evita, mi Selenita, mi dulce braguita! –exclamó un anciano que aprisa bajaba por una escalera alfombrada de terciopelo borrascoso.
Era Plutón, un hombre ya vetusto, con aire de viejo verde, aroma de puro cubano, y ojos díscolos como los de cualquier violador mentecato que está bien enterado de serlo.
Así ella sacó su revolver 22 y con hazaña al hombre apuntó.
Artemisa le miró con ojo de aguja, y le susurró palabrotas fatalistas.
Pero de tanto en tanto, a su corazón latiendo y galopando le vino el colapso, y Artemisa creyó venirse hasta abajo. Le brotaron las lágrimas y le gimieron los senos. Hasta sus labios rojos se asfixiaron como locos, y sus verdes ojazos le dijeron que no cometiera parnaso:
«Que la vida es sueño y los dolores de la vida dolores son, que si matas a ese hombre no aquí cesara tu dolor, que una muerte son veinte mil fuegos, y un asesinato una eterna aflicción».
Pero Artemisa deseaba hacerlo por Fauno, por el amor que a sí misma se tenía, aunque de vez en cuando una especie de pasión maniatada al desprecio por su persona le doblegó hasta sacarla de su esencia femenina piadosa. En aquel momento sólo deseaba matar a Plutón.
Ennegrecida la mujercita endureció su brazo y rebotó el gatillo. Que disparaba dislocada, que se quedaba ciega mientras la sangre del viejo brotaba de su pecho. Que ella se impresionaba de verlo agonizando en su diáfano destino, y que al mismo tiempo la pobre vengadora no se fiaba de sí misma, de su propia bajeza y su atiborrado rencor desequilibrado. ¿De verdad todo había allí terminado?
-Mi malhechora, mi pena con alguna heridita de cuyo aroma no ceso de acordarme, mi Artemisa y mi nunca más. Yo con mi muerte no dejaré de estar satisfecho por el fruto de mis perversiones sembradas en tus… ¡ay…!
Los ojos del diablo estrafalario se cerraron de hito en deceso.
Y Artemisa huyó para con Fauno, ausentada de pensamiento y divorciada de su falsa piedad.
Lloró los días, y se alivió algunas noches bohemias después. Luego con el tiempo, de poca confianza creyó al criterio de su Freud, y de allí hasta su muerte para Fauno su instinto entregó. Ah, cómo dolió pecar por necesidad. Ah, como se sostuvo apenas satisfecha al justificarse sanada. Dijo ella que recobró los sueños sacrificando su divinidad miserable, o dijo más irritada que todo estaba relativamente ya qué.
Pues muchos años después, frente a la casa del fusilamiento plutoniano, la matadora de ensueño apenas y se atrevería a reconocer que allí casi nada de su dolor había terminado. Porque las venganzas a ciento un disparos de infelicidad, en un destino maldecido por los dioses en el cielo y en el infierno, tendrán siempre muchas oportunidades para repetirse sobre Revolver…


De momento

"A su hermano Blanquet no lo había vuelto a ver desde el accidente en la selva. Todavía soñaba con él, y con la cara de lobo de su padre. A veces, seguían corriendo los tres por la selva, con la respiración agitada, buscando un sendero diferente que desfigurase el rostro de su cruel destino. Pero siempre caía, y veía a su padre seguir la huida sin girarse siquiera una vez, o reparar en su ausencia. Al menos, siempre estaba Blanquet muriendo a su lado, desprovisto de realidad pura, tan sólo un recuerdo, y punto. Yaykobu soportaba las ganas por llorar por esos sueños malditos, o por Blanquet, a quien había traicionado en la huida, dejándolo morir a solas. Simplemente ya no podía hacerlo."

Off days: Los días del abandono
"Son dos hombres que se aman sin el límite de la gravedad: su libertad en los abismos más intensos de la pasión, los llevará, sin duda, a perderse en la levedad de sí mismos. Entonces, un día sin nada que ofrecerse a cambio, para aliviar sus vacíos alguno matará al otro. Porque su sudor y su hambruna de deseo, son pasiones desvalidas..."

Mercurio de las Voces y el Deseo