Witch by Trixis |
Sobre todo, las
brujas te capan aquello, no tienen piedad al acabar con la vida de sus
ofensores. Si osas engañar amorosamente a una bruja, no dudes que te capará con
todo y pelotas. Por eso las respeto hasta el borde de la poca dignidad.
Anteayer
me encontré con una bruja en la
Plaza del Toro –aunque no es la primera vez que veo a una–.
Estaba oscuro todo, el frío invierno y ¡diantres!, unas ventiscas
escalofriantes, sibilinas cual aspiración de potro; escuchar el viento se
prestaba para imaginar cualquier tipo de atrocidad. Las brujas que viven en lo
alto de los árboles, en el Barrio del Toro, son hermosas, tan seductoras como
Afrodita en celo. Su voluptuosa imagen representa una imposibilidad al autocontrol.
Las brujas son delicias del infierno. De ello, y su pretensión por lucir
tiranas con los machos, agarran el sabor déspota de las putas juiciosas. Se
comportan alzadas porque su estirpe refiere a los asuntos de amante adictiva y
mano del diablo.
Si
ves algún día a una, seguro también les verás las tetas, tan rellenas y rosadas
como para comerse a besos. Andan vestidas en paños negros que apenas y les
cubren los ombligos, tienen dos. Y bueno, como que te entran ganas de fingir
demencia infantil, o más bien, como que no soportas tener veinte años: cuando
vez a una bruja a los ojos, y bajas lentamente hasta sus tetas, te entran las
ganas de regresar al vientre y ser nonato, e iniciar así el transcurso por el
útero benigno y borrascoso donde reverberan los ecos externos, y te nutres de
la sangre de tu sangre. Y es que claro, cuando uno se vuelve loco de amor al
ser hechizado por una bruja, como las de Plaza del Toro, quisieras nacer de su
entrepierna, y exigir a gritos las tetas de tu bruja madre a que te den placer
alimenticio. Es una lástima que si fueres niño, si este deseo de regresar a
nonato para después ser alimentado por una bruja se realizara, tendrías que ser
tal recién nacido, que no le hallarías el gusto a sorber a la mujer del diablo.
Por eso, habría yo de ser listo antes de formular este deseo; me pediría
promiscuo sin mostrar signos de agudeza sexo-intelectual pero escondiendo
oscuros deseos por dentro, ¿te imaginas?
Las
brujas que viven en comunidades democráticas en lo más alto de todos los árboles
del Barrio del Toro parecen haber evolucionado veinte grados más que un humano
normal como nosotros. Casi siempre están pensando en capar machos, pero de
mucho en mucho se dan tiempo y placer para engañarlos y complacerlos en orgías
complejas.
Yo
tenía apenas diecisiete cuando vi a la primera bruja en la Plaza del Toro. Era Semana
Santa y las brujas bajaron a buscar párrocos vírgenes. Recuerdo que desbordé en
llanto porque a mí, púber e ignorante, apenas me miraron. No era ni cuerpo
virgen ni producto maduro. Desde aquel Viernes Santo acudo a la Plaza del Toro cuarenta
veces al año. Me siento en la placita y enciendo un cigarro, mientras le
susurró a Dalaila cachondeces surrealindas. Sé que las brujas me observan desde
la copa de los árboles, y a lo mejor y me adoran porque jamás han bajado para
impedirme fogonearme hasta perder el sentido. Ellas bien saben que mientras lo
hago, mientras derrito mi lengua en el tesoro erótico que Dalaila guarda entre
sus dos piernas, me imagino que es una bruja, y le hago de todo, allí en la Plaza del Toro, que ha
permanecido oscura y vacía desde que…
Y
desde entonces, desde que fuera hechizado a sobredosis de deseo por aquellas
brujas que bajaron de los árboles en la Plaza del Toro, ya no puedo dejar de imaginarme
que unas cuatro brujas de pechos rosados me aprisionan, y me hacen su esclavo. Me
yergo de sólo verme subyugado por un séquito de mujeres indecorosas y
demoníacas, exigiéndome sudor y jadeos, mientras atrás de nosotros brota el
diablo de un caldero gigante que hierve sangre y espeluznantes segregaciones
extirpadas de las entrañas de los capados. Ese macho cabrío, un buen cordero
embrutecido por la apariencia de sus esposas, sonríe inocentón, mientras se la
jala como si tal visión de mí en las manos de las brujas le produjera
contracciones desenfrenadas.
No
creo que me vaya al infierno por imaginarme estas tonterías. Pero si terminara
en los fuegos, no dudaría en enfrentarme heroicamente con el diablo, para
usurparle su poderío conyugal con las brujas que conocí en la Plaza del Toro. Sería una
guerra difícil, pero por cruenta que fuera, la ganaría.
Publicado en la revista literaria
Mercurio de las voces y el deseo
Año I, No. 3, Octubre de 2010