jueves, 18 de junio de 2009

Pablo

Foto: Raimbow shower, by Calavera
Pablo ha vuelto abatido esta tarde. Observa el límpido espacio que separa la realidad de la ficción en casa: es catastróficamente pequeño ese espacio. Es diminuto, es bacterial, es celular, el espacio. Su casa, más bien un departamento de nenes bien, siempre ha estado decorado con Picazos y Dalis increpados por la censura. Su departamento siempre ha significado pecado y grosería, egoísmo, apatía: este es mi mundo, solamente mío. Y aún así, a Pablo le ha importado mucho el detalle de tal comportamiento departamental: este espacio es su refugio, su guarida, en él todo o nada puede suceder para bien o para mal, pero no para el castigo de Pablo. Está en casa, una casa diminuta y roída por la falta, la ausencia de compañía, la ausencia de un icono sagrado. Su departamento es todo blanco, sus muebles negros. Los brocados modernos comprados en Italia han sido tocados por el polvo, y en su corrupción, han logrado solamente que Pablo y su guarida se sean más aledaños: el desinterés siempre repercute en melancolía, y ésta ciega al alma, la une a la soledad misma. Su refugio, es primitivo: en él sólo lo esencial permanece. ¿Cómo ha podido ser tan ignorante como para no saberse intimo a casa? Ahora, ya es demasiado tarde. Pablo entiende en silencio que lo diminuto de su casa, es el diminuto significado del resto de su vida.

En su descubrimiento, sintiéndose reducido camina directo al cuarto de baño.

El chorro violento de agua cae en curvas sediciosas sobre el desnudo cuerpo de Pablo. Él es un joven delgado, desnutrido, apacible en la desdicha física que transmite aires de vicios corruptos. Su cabello quebrado empapado se tergiversa en petróleo cuando se humedece y pierde el volumen. El agua sigue cayendo bronca, resbala minuto a minuto por su cuerpo, el cual ha transformado la tonalidad blanca latina de Pablo a un rojo espanto. El agua casi hierve, pero a él, no le importa casi nada.

Cuando el agua atraviesa la estructura humana de su rostro, a Pablo le importa nada el llorar a bacanal, en el chorro se combinarán las lágrimas, y en el crimen de su pérdida no habrá más que mentiras piadosas.

Casi siempre ha estado solo, luchando contra el deseo de estar con otros. Siquiera hubiese tenido más tiempo para vivir, habría remediado su temor inconexo y ridículo a la compañía.

Al terminar la ducha, se dirige al escusado que siempre reposa con la tarima dispuesta al desarraigo. Con toda reserva de muerto en vida, Pablo orina pasivo, sosteniéndose de pie con descuido. El chorro delgado, dorado, salado, y hasta etéreo, desprende un aroma fétido que se neutraliza al combinarse con el agua del servicio. Pablo no sólo orina residuos de las pasadas albas psicodélicas, en el desecho liquido se van también las decidías. Ya no hay remedio, ya no quedan salidas.

Desde que ha sabido la verdad, ha traído un nudo en la garganta que sabe a tortura. Pablo sufre de bipolaridad y con esto es natural que se pierda en las tinieblas de su tormento.

Desnudo, mojado y anémico, está sentado frente al ventanal de su guarida. La vista exterior le muestra el edificio de justicia y la cúpula de una gran catedral. Ha alcanzado a ver una parvada de cuervos cruzar el atardecer, y ha creído entender el consejo de las ráfagas otoñales del desierto de su ciudad.

El ventanal tiene un balcón religioso, en él Pablo ha visto el despertar del sol, la somnolencia de la luna llena, y el apaciguamiento de las lluvias de arena.

En la templanza de ese balcón, hay una barandilla peligrosa con invitación de un salto amargo y vacío que conduce a la muerte por suicidio, y una mesilla de hierro en la que Pablo ha tomado de vez en cuando la merienda adictiva, donde permanece un pequeño celular con los números de dos únicos amigos, a los que ha perdido de vista hace ya casi cinco años, y la foto de Betina, una mujer que le ha dicho de lunes a jueves que lo ama tal como es. Hoy es viernes, Pablo duda del sábado. Hace unas horas lo han diagnosticado seropositivo en etapa terminal.

A Pablo le dan escalofríos porque se cuelan los vientos por la ventana. A Pablo le causa temor la idea de la muerte. Pablo nunca ha soportado saberse débil y abandonado. Pero hoy, incluso cala más el sentimiento de desesperanza y arrepentimiento. Sigue mirando al horizonte citadino que se ha hecho negro y borrascoso. El cerebro late y el corazón piensa atrocidades.

Esa noche, desnudo, húmedo y enfermo, permanecerá a la espera de una idea maravillosa. Porque la barandilla suicida sigue esperando frente a sus ojos, junto a Betina, a los dos amigos, y junto al incesante recuerdo de su niñez en que su hermanita le leyera la mano y le aseverara que él viviría demasiado poco.

Y sin embargo, las lágrimas han hecho rebelión en sus globos. Ellas caen, mientras Pablo enciende un cilindro de hierba, y camina rumbo a uno de esos tres destinos.


De momento

"A su hermano Blanquet no lo había vuelto a ver desde el accidente en la selva. Todavía soñaba con él, y con la cara de lobo de su padre. A veces, seguían corriendo los tres por la selva, con la respiración agitada, buscando un sendero diferente que desfigurase el rostro de su cruel destino. Pero siempre caía, y veía a su padre seguir la huida sin girarse siquiera una vez, o reparar en su ausencia. Al menos, siempre estaba Blanquet muriendo a su lado, desprovisto de realidad pura, tan sólo un recuerdo, y punto. Yaykobu soportaba las ganas por llorar por esos sueños malditos, o por Blanquet, a quien había traicionado en la huida, dejándolo morir a solas. Simplemente ya no podía hacerlo."

Off days: Los días del abandono
"Son dos hombres que se aman sin el límite de la gravedad: su libertad en los abismos más intensos de la pasión, los llevará, sin duda, a perderse en la levedad de sí mismos. Entonces, un día sin nada que ofrecerse a cambio, para aliviar sus vacíos alguno matará al otro. Porque su sudor y su hambruna de deseo, son pasiones desvalidas..."

Mercurio de las Voces y el Deseo